Galimatías. 27 de octubre de 2024
Ernesto Gómez Pananá
El término “Inteligencia artificial” surgió en 1956. Lo utilizó por primera ocasión el científico John McCarthy para explicar un tipo de inteligencia no-humana cuya principal virtud sería justo emular a la inteligencia humana. De entonces a la fecha, la tecnología computacional ha evolucionado a pasos asombrosos. Comparto solo un dato que permite dimensionar esto: un teléfono inteligente actual, ni siquiera de los de mayor capacidad, cualquiera de gama media, lleva dentro capacidades más poderosas que todas las que se utilizaron por los equipos de la NASA para llevar al hombre a la luna en los años 60.
Hoy, esa tecnología la llevamos en el bolsillo o en la mano, le confiamos nuestros contactos telefónicos -intenten amables diecinueve lectores recordar tres números telefónicos de personas cercanas y auguro que fracasarán como yo-; le confiamos la capacidad de tomar, archivar y organizar nuestras fotografías; le confiamos el acceso a nuestro dinero, el pago del recibo de luz, los boletos del cine o, por qué no, el pago de nuestro plan celular, con sus datos, sus megas, sus apps gratuitas. Miedo: qué terror pensar que un día esa “inteligencia artificial” personal se nos rebele y extienda el plan forzoso o envíe correos fake en nuestro nombre.
Dicen quienes han leído sobre el tema, que el mercado laboral cambiará y la IA dejará a miles sin empleo. Se dice también que esos entes misteriosos serán -son- capaces de aprobar exámenes profesionales, de componer canciones -dudo que sea necesaria para “componer reguetón” o de elaborar la historia clínica de un paciente: cosas que para mí, continúan en muchos sentidos en el ámbito de la fantasía. Sin duda llegarán y se convertirán en cotidianas y la vida ya no será como beber jugo de naranja natural sino “jugo-sabor-naranja-elaborado-con-concentrado-reconstituido”. Será lo mismo pero no será igual.
Por lo pronto, personalmente hay dos cuestiones en los que soy altamente escéptico y desconfío de la señora inteligencia artificial -la imagino como la voz cibernética de la película “Her”-.
Aquí mi argumento personal, generado con inteligencia “natural”:
I. Desconfío de los navegadores que nos “guían-indican-ayudan” para llegar a algún lugar: como muchas otras “herramientas” cibernéticas, apoyarse correcta y plenamente en un navegador de rutas implica conocer sus opciones de uso, entender que uno debe precisar por ejemplo, si se desplaza en auto, en bicicleta o camión; implica que uno defina si quiere el mapa tridimensional, con relieve topográfico o únicamente esquemático. Pero eso no es todo, en el fondo estriba en confiar ciegamente en que la calle que aparece en la pantalla sí es calle y no un andador peatonal, o confiar que la calle está libre de tráfico de autos no porque ese día lo que hay es un tianguis y será imposible pasar. Ambas historias son reales. Me sucedieron.
Llegamos al grado de confiar más en la inteligencia artificial que en la natural-humana. O dígame usted si no le ha pasado que al abordar el Uber o el Didi, el conductor pregunta “¿sigo la ruta que me marca el navegador?” y uno responde en automático -cual autómata-, “si” y allá vamos, del Parque Morelos al Parque Central agarrando en zigzag cada cuadra cuando podría recorrerse en línea recta, solo porque así lo marca el navegador -de quien para ese momento yo pienso que más que inteligente es idiota- pero además, insoslayable también, porque regularmente quien conduce esos autos de aplicación, carente de sentido común, también confía ciegamente en la inteligencia artificial de su computadora de mano y concluye que no resulta relevante ubicar puntos de referencia mínimos para desempeñarse como conductor de un neo-taxi, y voy con otra anécdota real-natural-humana: en alguna ocasión me tocó abordar un Uber en el que el conductor no sabía identificar la Avenida Insurgentes en la Ciudad de México, eso sería como manejar en Tuxtla y no reconocer la Avenida Central. Fracaso.
Desolado ante tremenda inteligencia, detuve el auto, cancelé el viaje, recomendé al conductor comprar un mapa y sentarse a estudiarlo en sus aspectos elementales. Minutos más tarde ordené otro viaje en lo que esperaba, quise levantar mi queja. Misión imposible: solo pude “interactuar” con un chatbot que jamás entendió que ninguna de las “opciones disponibles” cubría mi necesidad. Al final creo que el idiota fui yo.
II. Así como con la conducción, en esa misma proporción y intensidad -siendo naturalmente francos debo reconocer que peor- es mi desconfianza con los correctores ortográficos: vaya tragedia del idioma y de la construcción de ideas. Explico.
Por razones de trabajo llevo más de veinticinco años desarrollando textos y revisando los de otras personas, con el tiempo se desarrolla un ojo “natural” para identificar la clase de texto que tiene uno enfrente: confusiones entre “a ver” y “haber”; confusiones entre “ay”, “hay” y “ahí”; confusiones entre “rehuso” y “reuso”, confusiones entre “habrí” y “abrí” (por lo demás, “habrir” con h no existe), y así ad eternum. Eso por no hablar de la confusión entre “inglés” e “ingles” que puede llevar a escenas de irrespetuoso acoso accidental (lea e identifique el significado si lee la palabra con acento ortográfico o sin el en la frase “hoy la clase de __ es personal”), todo por confiar en un corrector con criterio de inteligencia artificial y no en el ojo y el entendimiento de la inteligencia natural-humana al momento de escribir.
Escribir nos hace humanos. Escribir es extender el pensamiento y plasmarlo en papel -o en pantalla-. Sin duda las computadoras son herramientas útiles para ser “más inteligentes”, pero no imagino un Saramago o un García Márquez cibernéticos.
Dejo constancia de que todos y cada uno de los Galimatías publicados desde hace poco más de ocho años han sido tecleados gozosa, humana, natural, falible y apasionadamente por este aprendiz de columnista, nunca utilizando generación de textos por inteligencia artificial alguna ni mucho menos utilizando ninguna clase de corrector ortográfico automático. A las nuevas me repito.
Oximoronas 1. Comisiones legislativas ya repartidas en San Lázaro. La de Vigilancia y Auditoría la preside Javier Herrera, hijo de Fidel Herrera, prócer veracruzano, símbolo de la honestidad y la trasparencia. Es como si la “Comisión de victorias futbolísticas” la presidiera el Cruz Azul o que la de “Composición y Bellas Artes” la encabezara Bad Bunny.
Oximoronas 2. La titular del Comité Olímpico y el presidente de la CONADE se reunieron y acordaron trabajar juntos por el deporte mexicano. Lo dicho: Las medallas son igual que los puestos: muestran lo que verdaderamente uno es, lo que uno se unta, o se cuelga o se traga.
Oximoronas 3. Sentenciado García Luna. Inevitable recordar que durante el sexenio calderonista “murieron” dos, si, dos secretarios de gobernación en aparentes accidentes aéreos. Así, casual. Inevitable pensar otras “hipótesis”.